Bruno Gelber es uno de los mejores pianistas del mundo. Fue alumno del maestro Vincenzo Scaramuzza.
A los 19, partió rumbo a París, para proseguir con sus estudios de piano tras ganar una beca del gobierno francés. En la capital francesa vivió treinta años. En los tres primeros ocupó el cuarto 17 de la Fundación Argentina, en la Ciudad Universitaria. Allí seguiría la historia de uno de los artistas argentinos contemporáneos más exquisitos en su género.
Los techos altos, los pisos rojos encerados y un piano ubicado en el subsuelo de la residencia estudiantil parisina, fueron para Gelber el nuevo entorno. Atrás, los recuerdos de su casa modesta de la infancia en la que se respiraba música todo el tiempo.
Y aunque ya no volvió a ella, nunca olvidó que fue ahí donde se forjó como pianista a través de las primeras clases que le impartió su madre, y también como concertista, gracias a la enseñanza de su padre. En esa casa “apentagramada”, sus piernas inmóviles por la poliomelitis no fueron motivo para que sus manos descansaran sobre el piano.
Años más tarde, en el ocaso del siglo veinte, quien es considerado uno de los mayores exponentes de la obra de Chopin y Beethoven, fue nombrado entre los cien mejores pianistas del siglo.
Sin embargo, Bruno Gelber no es mejor artista por haber crecido en medio de circunstancias dolorosas que le tocó afrontar. Detrás de este hombre, generoso y dotado de una gran sensibilidad, hay toda una vida dedicada a la música. La profesión que eligió es una entrada en religión, es un amante voraz, una eterna soledad.
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